viernes, 15 de octubre de 2010

Caballo de Troya 1 (fragmento)


"... Mira al Oriente, mira al Oriente de tu corazón. Está saliendo un nuevo sol... Dicen que deja estelas de libertad... Dicen que es la esperanza. La esperanza dormida hasta hoy en la otra orilla. Mira hacia el Oriente, hacia el Oriente de ti mismo... Está amaneciendo en la costa de tu mirada, ya brilla una nueva estrella... Ya llega, ya tienes mi señal entre tus manos... ¡Ya llega, ya tienes mi señal!"

sábado, 2 de octubre de 2010

La casa y el viento (fragmento)


La densa neblina del atardecer a la noche se ha convertido en llovizna; las nubes están muy bajas, o corre viento y el agua cae lentamente (…) La noche es fría, la visión de las calles abandonadas, la lluvia perezosa, algún camión que se desplaza de tanto en tanto por los charcos de lodazal producen en la intimidad del cuarto una sensación agradable de estar aislado y al abrigo del mundo (…)
La altitud quita el sueño y mis recuerdos vagan sin compromiso alguno, cuando de pronto escucho voces de la habitación de al lado. Acaban de llegar, es una pareja. Aguzo el oído.
“Ahora no podemos volver”, dice él.
“Pero tengo miedo, tengo miedo”, dice ella.
Por el tono de sus voces los adivino muy jóvenes. De pronto la luz se apaga. La han cortado en la usina, como siempre, a las once. Pero la claridad de la noche se mete por la claraboya y por las rendijas de los postigos. No hace mucho frío. Ahora escucho que ella trata de contener su llanto, de transformarlo en sollozo apagado.
“Todo irá bien, ya lo verás.”
“Sí”, dice ella y cuando habla su voz suena como ahogada. “¿Pero, por qué? Nosotros no hicimos nada.”
“A ellos no les importa”, dice él.
“¡Pero no hicimos nada!”
“Sí hicimos, Clara.”
“¿Qué? ¿Qué es lo que hicimos?”
“No estar de acuerdo con ellos. Hablá bajo, por Dios.”
“No puedo.”
“Sí puedes.”
La claridad que entra desde afuera ha transformado las cosas dentro de mi habitación haciéndolas más benignas, menos rotundas y más ambiguas.
De repente se escuchan pasos en el corredor y enseguida unos golpes en la puerta. Ellos dejan de hablar. Los golpes se repiten.
“No digas nada. No abras”, ruega ella en un susurro.
“¿Quién es?”, pregunta él, por fin.
“Yo. Del hotel. Aquí está la cobija que han pedido.”
La puerta se abre y vuelve a cerrarse. También yo, sin pensarlo, me había puesto de pié, acercándome a la puerta clausurada entre las dos habitaciones. Regreso a mi cama y a poco vuelvo a escucharlos. Ahora parecen reír y sollozar al mismo tiempo.
“¿Ya no tenés miedo?”
“Sí. Abrazame.”
“Mañana a medio día trataremos de cruzar. A esa hora hay mucha gente y se fijan menos.”
“Sí, sí. Abrazáme más fuerte.”
Pronto amanecerá, pero aún las calles están desiertas. Me levanto y me mojo la cara en la jofaina. Abro los postigos de la ventana. La frontera a pocas cuadras es el río que corre encajonado entre barracas. Otro país. Allí, no muy lejos, un farol en la punta de un palo, en la noche, balanceándose en el viento, como un símbolo (…)

HÉCTOR TIZÓN.-